Las máscaras tienen un encanto muy particular: el secreto que encierran. Ya sea en el carnaval o en la vida diaria, la idea de portar una máscara, una media o un pasamontañas, brinda la sensación de estar a salvo, de impunidad. Al lado de éstas, están las otras máscaras, las que no requieren de soporte físico, las que están hechas de actitudes. Ante mis superiores, adopto la máscara de la sumisión; ante mis amigos, la de macho; ante mi familia, la de líder. Cada una tiene un motivo y una función distinta.
Esta práctica corriente ha sido denunciada por un sinnúmero de autores a lo largo de la historia de la literatura: “Cada año pone en tu faz una nueva máscara, y se va…”, decía Nervo, y nosotros nos quedamos, preguntándonos si las utilizamos para engañar al otro o a nosotros mismos. Una idea muy difundida es que la sociedad no puede funcionar sin máscaras, que son una especie de filtro y una protección necesaria en la comunicación con los demás: sirven para disfrazar los propios sentimientos y controlar las pulsiones, protegiendo así al enmascarado y al espectador; este último recibe más respeto que si dejáramos libres nuestros instintos. No es que pretendamos engañar, pero, ¿qué hacemos con nuestros pensamientos censurados? ¿Expresarlos francamente aunque ofendan al otro? Esto significaría decirle al jefe que es un estúpido, a los invitados que estorban, a los hijos que nos decepcionaron.
Aceptada, pues, la necesidad de las máscaras, la siguiente pregunta es si detrás de éstas hay algo, si son un accesorio o una nueva piel. ¿Soy el mismo después de haber utilizado la máscara de la víctima, del cruel o del generoso? ¿Existe un yo anterior, un yo original al que podemos volver en cualquier momento? “Pero tu yo impasible cuya fisonomía sólo conocen los dioses, sabe que él no es la máscara…”, añade Nervo. Tengo dudas de que todos los “yoes” sean tan sabios, y me parece que, si existen, son pocas y privilegiadas las personas que los reconocen. Tal vez la única característica de ese yo sea su pluralidad, resultante de la capacidad de adaptación y del proceso de maduración de cada individuo. Quizás ese yo no sea más que la suma, la combinación de todas esas poses, esas máscaras, esas formas de ser, diversas entre sí, a las que los seres humanos recurrimos para sobrevivir en sociedad. Y el resultado no siempre nos agrada.
Dos respiros para leer la entrada. El segundo de ellos fue para decir que estoy de acuerdo. Laura Restrepo, una escritora colombiana, dijo alguna vez que la primera máscara que vio fue la de Santa sosteniéndola en las piernas en plena navidad bogotana: «pero había una cara debajo de aquella cara» decía la novelista. Si esa fue la primera máscara que vio, la última máscara ya la traía puesta, aludió. La cosa es que a uno no le queda más que buscar una máscara que le acomode, o que le complete lo que en él, por sí solo, es insuficiente.
Felicidades por la entrada. Aquí la sigo y la leo.
Pocho.
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