¿Existe la tentación de “hacernos las víctimas”? ¿Puede convertirse en una forma de vida? ¿Cómo promueve nuestra sociedad la victimización? ¿Qué nos acerca a las víctimas? ¿Cuál es el precio que se paga por asumir el papel de víctima?

SUFRO, LUEGO VALGO
Ayudar al desvalido es un imperativo indiscutible que pretende restablecer la justicia motivando a los fuertes o poderosos a auxiliar a los desfavorecidos. El dolor de los otros siempre duele y en él nos reconocemos como humanos. La generosidad, la compasión y la solidaridad tienen como objetivo rescatar al que ha caído —o al que permanece— en una situación que le provoca sufrimiento.
Sin embargo, tal como lo afirma Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia, dicho precepto ha llevado a la sociedad actual a hacer la apología de la víctima dejando tal carga al «fuerte» que la mayoría opta por ser víctima. La ley tiende cada vez más a proteger al “débil” —postura que todos apoyamos— pero esto supone una mayor exigencia moral al fuerte pues la víctima, haga lo que haga, tiene razón; es disculpada antes de cualquier juicio, alegando vulnerabilidad económica, emocional o incluso adicciones.
¿Consecuencias? Para el autor, «Si basta con que a uno le traten de víctima para tener razón, todo el mundo se esforzará para obtener esta posición gratificante que nos brinda un crédito de fechorías». El pobrecito siempre es pobrecito: si hace daño no es culpa suya sino de la situación y quien lo critique será visto como un malvado insensible. Con tales ganancias, ¿quién dejaría de ser pobrecito para convertirse en un hombre que responde por sus actos? Freud allanó el camino para convertirse en damnificado: todos podemos alegar una infancia atroz, una existencia en la que las desgracias juegan el papel protagónico. Es difícil resistirse a la tentación de cultivar las propias miserias: ya llegará el tiempo de la cosecha.
«Sufro, luego valgo» parecen decir estas víctimas de tiempo completo, siempre con la tragedia en la boca, lista para contarse. Y en vez de competir para destacar por sus logros, los ladrones de piedad compiten en la exhibición de sus desdichas. Ése es el terreno en el que destacan: el dolor. Por todas partes aparecen coleccionistas de fracasos: gente sana lamentándose de migrañas como si se tratara de cáncer, ricos que no pueden salir de vacaciones, hombres o mujeres que utilizan el abandono como escudo, padres que padecen eternamente las elecciones de los hijos, gente que nunca encuentra trabajo y nunca lo busca… Viven justificándose para evitar responder por sus actos, para ponerse a salvo de sus propias expectativas, a las que engañan con lamentos renovados.
Las víctimas no pueden ser culpables ni adquirir compromisos; necesitan que alguien los cuide, que vea por ellos: eternos mártires que han hecho de la victimización un oficio y repiten una y otra vez, con distintas palabras, la fórmula del colegial: “el maestro la trae contra mí”. Eso los exime de estudiar y de esforzarse (¿de vivir?), pues el culpable de sus calificaciones es el maestro (el jefe, la mala suerte, Dios), no ellos.
Si han encontrado una forma de vida que los satisface y otros alimentan, ¿hay algún problema? Sí, pues la representación del maltratado tiene efectos negativos: no tengo que demostrar(me) de qué soy capaz, no necesito fuerza de voluntad ni coraje, y eso disminuye mi vitalidad. No necesito resolver mis problemas porque siempre encontraré quien lo haga por mí, pero tampoco aprenderé a resolverlos.
Alardear de debilidad nos vuelve, a la postre, débiles. Obtenemos la lástima de los demás, pero también su desprecio, su convicción —que es también la nuestra— de que somos impotentes. No podemos dar, porque sólo sabemos recibir, y ésa parece ser la coartada de nuestra existencia. Para colmo, usurpamos el lugar y robamos la atención que les corresponde a las auténticas víctimas, aquellas que ante una situación adversa realmente no pueden hacer casi nada: se los impiden sus circunstancias económicas, sociales y emocionales que se suman para paralizarlos y condenarlos a la vida que les tocó en suerte.
Esther Charabati