Cuando descubrimos que una persona no actúa de acuerdo con lo que predica, decimos que es incongruente o incoherente, es decir, que no tiene una actitud consecuente con sus principios o que “el audio y el video no están conectados”. Esta afirmación me lleva a preguntarme por las consecuencias de la incongruencia, si podemos conocer tan bien a otra persona para juzgar si alberga contradicciones o no y si el concepto de coherencia es aplicable a los humanos.

Estamos acostumbrados al discurso de la rectitud, de la congruencia. Pedimos de los gobernantes, de los personajes públicos y también de nuestros padres, amigos o pareja, una actitud consistente; que su forma de ser y de pensar sea constante, porque ello revela (o parece revelar) principios sólidos e inspira confianza. Es común que a los presidentes se les solicite cumplir con sus promesas de campaña y a los maridos las promesas hechas durante el noviazgo. Mucho más condenable nos parece que alguien que compartía nuestra postura sobre algún tema específico de pronto cambie, abandonando a los que estaban con él.
En una entrevista el escritor israelí Amós Oz declara sin ambigüedades:
A mí me llaman traidor, al igual que a mi personaje, Profi, porque yo cambio. No me quedo en el mismo lugar. La gente que nunca cambia piensa que si alguien lo hace es un traidor. Si alguien tiene la costumbre de ir al bar a tomar copas con sus amigos y un día decide dejar de beber, sus amigos lo tacharán de traidor porque ha cambiado. Yo soy muy filosófico, pienso que el título de traidor es un tipo de condecoración.
Lo interesante de esta declaración es que desanuda los conceptos de fidelidad y virtud: no son sinónimos, como tampoco lo son traición y cambio. Desde el punto de vista de los acusadores, si alguien se da cuenta de que ha vivido en el error y desea cambiar, comete una infidelidad. Si alguien descubre que las nuevas circunstancias exigen adaptar las antiguas ideas para que respondan a la nueva realidad, es un traidor. Las motivaciones no importan, lo grave es poner en tela de juicio lo que otros siguen aceptando como bueno.
La historia nos da múltiples ejemplos de personas o grupos que al buscar alternativas (que a veces resultan atinadas y otras no) han sido acusados de traición por los que tienen una opinión única —que consideran insuperable—. Pienso en los socialdemócratas a quienes sus colegas comunistas reprochaban el haber aceptado el juego del capitalismo; en los separatistas vascos o irlandeses que se cansaron del terrorismo; pienso también en el PRI, donde la lealtad fue (¿es?) considerada como el valor primordial: ante todo… protegerse entre ellos. Y si bien la lealtad es considerada como una virtud, ¿no hubiéramos apreciado que algunos de ellos traicionaran a su equipo y se pusieran del lado de la justicia?
Sentimos que la gente de nuestro grupo es, de alguna manera, “nuestra”, lo que nos permite tener expectativas legítimas sobre su conducta y su fidelidad. Pero cambiar de postura no supone necesariamente violar los principios ni los ideales. ¿Es más ético mantener la misma posición toda la vida y aferrarse a ella aunque se demuestre su bajeza o asumir que no somos perfectos y evaluarnos de vez en cuando? Algunos pensamos que es mejor reconocer que estamos equivocados, aunque traicionemos ideas y promesas que antes sostuvimos. Aunque nos llamen traidores.
Esther Charabati