¿Somos responsables de nuestros fracasos? ¿El error cuenta como fracaso? ¿En qué etapa del proceso podemos calificar una iniciativa o proyecto como fracaso? ¿Los fracasos son definitivos? ¿Y los éxitos?

Insistimos en la cultura del acierto. Creemos (y lo peor del caso es que los demás también lo creen), que si hacemos algo bien, si le atinamos, tenemos un punto a favor en nuestro currículum. Posiblemente tengamos razón, hacer las cosas bien a la primera implica un ahorro de tiempo y recursos. El problema es el anatema que rodea al error. Equivocarse no significa —como debería— que perdimos la oportunidad de que las cosas salgan bien a la primera. Es mucho más grave: significa que somos incapaces, ineficientes, idiotas; representa nuestra exclusión del mundo de los confiables.
No obstante, el error ha sido caracterizado a lo largo de la historia como una fuente de sabiduría. Vilfredo Pareto declaró en una ocasión: “Dame, cuando quieras, un error fructífero, lleno de semillas, un error repleto de aciertos. Te puedes quedar con tu verdad estéril”. Sin duda, a nadie le hace gracia equivocarse, pero es difícil negar que la verdad es un punto final, mientras que el error es una vía que abre infinitas posibilidades para llegar a la meta propuesta o a otra que ni siquiera habíamos imaginado. La coca-cola como medicina fracasó, sin embargo se convirtió en el símbolo de nuestra era. Y no es necesario recordar que el camino de los científicos suele ser una interminable cadena de errores de las que, de pronto, surge un acierto.
Pero nos han educado en la intolerancia al fracaso. Si algo le sale mal al niño, siempre habrá una madre abnegada que venga a hacerlo en su lugar, o un padre amoroso que le diga “Tú no sirves para eso”. Y desde que nos convertimos en enemigos del tiempo, de los procesos, asumimos que si algo no resulta a la primera es mejor abandonarlo, porque “no tenemos tiempo que perder”. Y el aprendizaje es un proceso largo, tan largo que dura toda la vida. No podemos renunciar a él. Sacrificar nuestras metas o nuestros deseos por miedo a equivocarnos es renunciar a la vida. Einstein tenía claro que “El hombre errará mientras aspire a algo”, y si seguimos su pensamiento, no actuar por miedo al error significa desertar.
Una cultura del acierto es tan absurda como una cultura del error, pues ambos son inseparables. El errar, a pesar de la devaluación que ha sufrido, es signo de acción y también de audacia. Es una actitud de búsqueda mucho más valiosa que la apatía y la holgazanería pues, como decía Francis Bacon, “las verdades emergen más fácilmente del error que de la confusión”.
Es cierto, hay errores fatales. Pero posiblemente también existan aciertos fatales.