Al juzgarme a mí mismo, soy juez y parte. ¿Aun así es válido mi juicio?,¿Qué tan objetivo puedo ser al juzgarme?, ¿Qué papel juegan mis deseos? ¿Y mis culpas?, ¿Qué tanto sé de mí?, ¿Para qué sirve este juicio?

Mi serpiente
“Cada uno de nosotros alberga a una serpiente”, afirma Yasushi Inoué en El fusil de caza. Esta afirmación, contundente y provocadora, abre muchas preguntas: ¿cuál serpiente? ¿la que confundió a Eva y corrompió a la humanidad, aquella que nos costó el paraíso y nos hizo merecedores del peor de los castigos? ¿La que nos permitió (al menos eso dicen) distinguir el bien del mal? No.
Inoué tampoco habla de la serpiente engañosa que nos lleva a elegir el camino equivocado del que nos arrepentiremos una y otra vez. Ni de aquella, audaz, que nos hace pronunciar una palabra prescindible que nuestro compañero nunca perdonará. No de la serpiente superyóica que nos atormenta con culpas y pecados y nos pone de rodillas ante nuestros verdugos. No es tampoco esa mala conciencia que despierta nuestros peores instintos y nos vuelve adictos a la violencia, ni la serpiente menesterosa que nos obliga a arrastrarnos por la vida en busca de un poco de lástima.
No es la serpiente cegadora que nos deslumbra y aprovecha un impulso para que renunciemos a todo lo bueno que nos ha dado la vida, aquella que nos ofrece un desierto inhóspito como un verdadero Edén. Tampoco es la serpiente descalificadora que nos lleva a odiarnos a nosotros mismos y a consentir el abuso y el maltrato.
No es —al menos no sólo eso— la serpiente de la envidia que sigilosamente se desliza en nuestras relaciones y nos distancia de amigos y hermanos, incluso de los hijos, que repentinamente se convierten en adversarios o enemigos sólo porque no logramos compartir sus deseos.
Tampoco es la serpiente del egoísmo que cierra la puerta de salida y nos impone convivir solos con nuestra soledad, huyendo de la mirada del otro que solicita ayuda o amor, o bien los ofrece. Aquella que sólo nos autoriza a percibir el mundo cuando estamos incluidos y castiga a los demás por el delito de ser otros, ajenos.
Es en parte la serpiente del destino, la que nos acompaña en nuestra travesía y a menudo, en contra de nuestra voluntad, toma el timón y maneja nuestras vidas a su antojo. La que nos lleva a creer en la libertad y a pensar que cada uno diseña su futuro con las coordenadas que traza. Una serpiente que introduce el azar en nuestras vidas y, con un pequeño soplo, derrumba en segundos el edificio que con tantos esfuerzos erigimos.
La serpiente a la que se refiere Inoué es un segundo yo, adherido al primero, cuya existencia ignoramos y que, de pronto, sin avisar, hace sentir su peso sobre nosotros, mostrándonos la precariedad de nuestras convicciones y la ligereza de nuestros sentimientos. Descubrimos entonces que nunca hemos estado solos, que somos un entramado de tiempos, voluntades y azares.