Memoria, Olvido, Perdón

¿Es posible olvidar?

¿El olvido es un acto voluntario, una estrategia para apartarnos de lo doloroso? ¿Es un simple déficit de la memoria, una disfunción? ¿El olvido es reversible o definitivo? ¿Por qué de pronto aparecen escenas que habíamos borrado de nuestra mente? ¿Cuál es el peligro de no olvidar? ¿Existen formas patológicas de olvido?

Li Hui, 2011

¿Perdonar es olvidar?

Perdonar y olvidar, olvidar sin perdonar, perdonar pero no olvidar. Pareciera que estos dos conceptos están indisolublemente unidos en un binomio que señala la diversidad de la conducta humana. A veces el perdón es auténtico, sincero, por lo que la memoria va desvaneciendo los recuerdos hasta hacerlos desaparecer (o casi). En otras ocasiones, la herida es tan profunda que el odio echa raíces y nuestros esfuerzos para liberarnos de él se topan con un movimiento contrario que lucha por conservar la herida abierta: no hay razones para perdonar. Recurrimos entonces al auxilio de la memoria, que nos ayuda a eliminar de la conciencia cotidiana los recuerdos dolorosos para seguir viviendo. De vez en cuando reaparecen y nos muerden las entrañas, pero les echamos una sábana encima y miramos para otro lado. La tercera posibilidad es perdonar pero no olvidar, es decir, extinguir el odio con ayuda de la compasión y la razón, asumiendo la falibilidad humana.

Perdonar no significa volver el tiempo atrás y “empezar de nuevo”, ni siquiera implica anulación del castigo o reconciliación. Uno puede perdonar a una persona y no querer mantener la relación que tenía con ella, incluso decidir no volverla a ver porque la agresión sufrida puso en evidencia un rasgo suyo que nos resulta insoportable. Pero al menos logramos liberarnos y liberarla de un odio que vuelve más pesada la vida.

Generalmente se asocia perdón con generosidad, pero a veces el perdón es concebido como un acto egoísta, que realizo para vivir mejor y que requiere un trabajo interno: elaborar el duelo por aquella realidad que no fue, asumir el dolor que me causaron y sentarme a la mesa con la nueva realidad, a pesar de lo sufrido. En este caso, poco importa que el otro se entere o no de que ha sido perdonado (así como posiblemente tampoco haya sabido que me sentía agraviado), lo que cuenta es haberme emancipado de un sentimiento que deterioraba mi existencia, sin que ello cancele los beneficios que puede suponer para el otro el haber recibido mi perdón.

Sin embargo, hay actos que rebasan mi tolerancia y, como individuo, tengo el derecho de otorgar o no el perdón atendiendo a mis sentimientos, interés y capacidades. Pero ¿qué pasa cuando la ofensa o el daño no han sido dirigidas a una persona, sino a la sociedad en su conjunto? Pensamos en los golpes de estado, en las dictaduras, en las guerras civiles, en los gobiernos fascistas. ¿Pueden las víctimas perdonar a los verdugos? Quizá no, pero la sociedad como ente tiene que resolver el conflicto mediante un perdón que permita restaurar la paz social. Si no fuera así, el rencor y las venganzas se transmitirían a través de las generaciones impidiendo la convivencia.

Sólo a partir de ese razonamiento podemos entender, por ejemplo, la reacción de Europa ante Alemania después de la Segunda Guerra: los países vencedores no se dieron a la venganza, sino que apoyaron la reconstrucción del país (a diferencia de la actitud tomada después de la Primera Guerra). O las leyes de “Punto final y obediencia debida” que, en su momento, exculparon a los militares que durante la dictadura argentina habían participado en los asesinatos y “desapariciones” de civiles. ¿Por qué lo hicieron? En ambos casos, para que la vida siga, para no dividir a la sociedad en bandos que esperan o temen el momento de la revancha. Y es que las víctimas, al hacer justicia por su propia mano, corren el riesgo de convertirse en victimarios, similares a aquellos que denunciaban. Transcurrido el tiempo y atenuado el odio, se empiezan a abrir “los archivos del pasado”; para entonces la condena o la absolución de un individuo no tienen un impacto tan grande sobre la sociedad y no la pone en riesgo. En nuestro país, abrir los archivos de la represión del 68 después de tres décadas no cambió nada. Esto nos indigna y resulta injusto para las víctimas y para los culpables, pero, por lo visto, había una especie de consenso social para aplazar el enfrentamiento.

Por otro lado, en la vida diaria la sociedad toma en sus manos la responsabilidad de determinar la culpabilidad de las personas y de castigarlas. Dejar este poder en manos de los lastimados (asaltados, secuestrados, defraudados) sólo llevaría a la guerra, pues tampoco se puede confiar en su imparcialidad. Las penas que se imponen suelen, de alguna manera, ayudar a las víctimas: ya sea alejando a los convictos —no ver a quien me hizo daño me ayuda a olvidar— u obligándolos, en ciertos casos, a reparar la falta. Sin embargo, los delitos prescriben, ¿por qué, si el dolor perdura? Para mantener la paz social y no seguir alimentando los deseos de venganza, y, además, porque es difícil administrar justicia a largo plazo: los testigos desaparecen y las investigaciones suelen complicarse cuando ha pasado mucho tiempo. Más que un perdón, es un “olvido”.

Sin embargo, hay delitos que no prescriben. Las leyes que los regulan suelen establecerse a posteriori, a diferencia de todas las demás leyes que tienen que preceder al delito. Lo que sucede es que, en ocasiones, la sociedad no se da cuenta de la enormidad de un crimen hasta después de haberlo sufrido. Se trata de actos que atentan contra su existencia o su identidad, ya sea moral o cultural (en este último sentido, la UNESCO ha declarado imprescriptible el delito de robo del patrimonio cultural). En dicha categoría entran los crímenes contra la humanidad que han permitido juzgar a Pinochet y a Milosevic, condenar a Eichmann… Estas medidas muestran que incluso a nivel social, y a pesar de los conflictos que pudieran generarse, el perdón tiene límites. Existen actos imperdonables.  

               

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