
El trastocamiento de las vidas y las voluntades no inició hoy, pero mi impresión es que se reinicia todas las mañanas, cuando despierto los ojos y compruebo que todo sigue igual, menos yo. Ayer el insomnio tomó la forma de la muerte, al despertar acepté que a pesar de mis declaraciones sobre la inevitabilidad de la muerte no quisiera interrumpir aquí mi viaje; si me dan a elegir, prefiero el “más acá”.
El nada-que-hacer me permite derrochar mi tiempo en imaginar los posibles escenarios que sucederán a la pandemia y al encierro. Tal vez el aislamiento, la sensación de vulnerabilidad y el miedo permitan un arranque distinto, pero no sé si saldremos amorosos y solidarios, furiosos y hartos de estar sometidos a tanto control o con serias dificultades para organizar nuestra vida.
Algunos piensan (¿desean?) que esta pandemia es un pequeño inconveniente y que pronto recuperaremos la vida tal como era. Otros sospechan (¿desean?) que este aviso nos hará reaccionar para cuidar el planeta. Otros más creen (¿desean?) que esta pandemia servirá para darnos cuenta de nuestra finitud y para volvernos un poco más humildes y desapegados de los bienes materiales. Algunos están proyectando empresas; otros, formas de sobrevivir. Algunos creen (desean) que la explosión de relaciones virtuales será sustituida por otra explosión de amistades presenciales, pues ya descubrimos lo triste que vivir sin que nadie nos toque.
Es desconcertante esta situación que escapa por completo a la comparación, la clasificación, la administración, incluso la verbalización (¿cómo insertar el término “pandemia” en la vida cotidiana sin sentir escalofríos?). Como no sabemos cuándo terminará, tampoco podemos proyectarnos en el futuro ni asumir el presente como natural. Parece que el riesgo siempre abre espacios desconocidos, no sólo para los que lo corren, también para quienes se encierran a piedra y lodo