
No podría decir que me aburro: el día me ocupa con demandas que van desde limpiar o cocinar hasta estudiar italiano con una App que bajé hace unas semanas, preparar una clase aún sin saber si tendré alumnos (estamos en paro) o encontrarme con mi equipo para comentar nuestros cafés filosóficos. No está mal, a veces no me da tiempo ni de prender la televisión. Sin embargo, tengo miedo de aburrirme. Ignoro la causa, en estas semanas ya me demostré que puedo administrar el tiempo libre de manera que no sea una fuente de angustia, pero no se trata de administrar, sino de domar al monstruo de mil cabezas que se asoma cada vez que concluyo una actividad. Ese monstruo que vuelve insulsa la realidad, la marchita. Cualquiera que recuerde un momento de aburrimiento en su niñez en el que respondía “no” a todo lo que le proponían, me entenderá.
Ni siquiera podría definir el aburrimiento, porque suelo ponerlo afuera: un libro, una película o una conferencia “aburridos”. Sin embargo, sé que no se trata de una característica de los objetos o actividades, sino de una relación con el mundo. Cuando nada me atrae ni me convoca, cuando todo da lo mismo y sólo se trata de transitar las horas hasta… el problema en estos tiempos es que en este confinamiento no hay un ”hasta” que funcione como bisagra para pasar a otro escenario: no voy a ver a nadie y no voy a ir a ningún lado.
Por eso, utilizo todos mis recursos y creatividad para mantener la amenaza a raya, para impedir que ese velo gris cubra la realidad y la vuelva ajena. De momento, se me ocurre leer una vez más esa extraordinaria novela de Alberto Moravia titulada, precisamente, El aburrimiento