
La pandemia está mermando rápidamente mis capacidades. Si mi atención de por sí era escasa, ahora no logro enfocarla en nada. Empiezo el día treinta del encierro dispuesta a leer a Kierkegaard: tomo Terror y temblor -quién me manda- y tres paginas después me doy cuenta de que he paseado la mirada por cada renglón, pero en algún rincón de la casa o de la bolsa debo haber dejado la concentración. Sin perder el optimismo, decido escribir. Tecleo sin parar hasta darme cuenta de que lo escrito no tiene más hilo conductor que mi deseo de estar ocupada. Previendo una escalada de frustración le mando un mensaje a Brenda, quien aprovecha la ocasión y me llama. Dedicamos la conferencia a quejarnos de los irresponsables y los paranoicos: ella despotrica contra su cuñada que fue al súper, yo contra el vecino que carga el desinfectante en la bolsa del pantalón y más de una vez ha querido rociarme. La primera nos parece irresponsable y el segundo paranoico… Hasta ahora nadie ha merecido el atributo “precavido” o “prudente”, esas virtudes no abundan. Termino la charla en el minuto ochenta y seis, jurando que no volveré a enviar mensajes.
Empiezo a ver una película y la detengo a la mitad. Ya volveré, me digo, voy a comer algo. Llego a la cocina, lavo un vaso solitario y lo lleno de agua. Al volver al sofá, me acuerdo que tengo pendiente la clase de portugués. Empecé con mucho entusiasmo el italiano, pero cuando me empezó a aburrir lo cambié por el portugués, que probablemente dejaré por el mandarín o el navajo. Miro mi cara cansada en la pantalla de la televisión: odio mi cara de yo-en-el-encierro, así que pongo a trabajar todas mis neuronas para entender este caos que repito compulsivamente… y descubro el error y el problema: mi error estriba en creer que la razón soluciona todo; mi problema consiste en tomar tanta distancia de las emociones, cuando son ellas las que me tienen agobiada. ¿Cómo podría estar tranquila, si el enemigo me acecha en cada átomo, dentro y fuera de mi casa? ¿Cómo podría no angustiarme ante las posibles consecuencias de esta pandemia?
No me soporto porque apenas me distraigo y empiezan a acosarme fantasmas del pasado y miedo del futuro. Puedo medir mi grado de intolerancia con las series: apenas entran en escena el sufrimiento, la crueldad, la violencia o la tristeza, busco un pretexto para interrumpir el programa, sin confesarme que lo he
condenado al exilio. No estoy para atraer pasiones tristes.
Ahora entiendo la invasión de números en las noticias y en las conversaciones, estos tiempos son propicios para ello: cuántos contagios, cuántos recuperados, cuántos muertos, cuántos días faltan, cuántas deudas, cuántas arrugas, cuántas oportunidades desperdiciadas, cuántas series, cuántas video conferencias, cuántas películas, cuántas clases por zoom, cuántos kilos, cuántos sueños, cuántos libros, cuántos barriles de petróleo, cuántas canas y cuántos desempleados. Es más fácil pensar en cantidades porque todas las características se reducen a una, así puedo apropiarme de la realidad sin tocarla, ni dejarme tocar: puedo echar mano de mis saberes matemáticos y ejercer un control (ilusorio): afirmar que es menos o más, el doble, el triple o la mitad, o bien calcular el porcentaje, los intereses o las calorías. Todo parece estar hecho de un mismo material, el de lo a-humano, lo indiferente, lo ajeno.
Hoy no me importa saber cuántos días durará la pandemia, sino qué sucederá con los vínculos que he creado a lo largo de infinitas conversaciones, bromas compartidas, cuentas sin cobrar. Hoy me pregunto si el amigo que se alegra con mis alegrías seguirá siendo tan generoso; si mis estudiantes volverán a reírse de los chistes (malos) con que aligero la clase; si a la amiga que me consuela le quedara suficiente energía; si aquellos que han confiado en mí me verán con los mismos ojos… si todos los que me tienen paciencia lograrán mantenerla. Hoy me pregunto quiénes seremos al final de esta locura.