Mafalda

La vida es una sopa

La vida es una sopa, especialmente cuando estamos confinados y un caldo de cultivo del pesimismo se viene esparciendo desde hace meses.  Pero este 19 de noviembre es un día particular, pues celebramos el Día mundial de la filosofía y hemos elegido a una digna representante de esta disciplina: Mafalda. A pesar de sus convicciones, de declarar que iría a la universidad para no tener una vida mediocre como la de su madre, Mafalda no llegó a estudiar una carrera ni a escribir artículos académicos, a pesar del pánico que tenía a heredar la capacidad de triunfar o fracasar en la vida. Nosotros lo celebramos, porque su lugar no es la facultad, sino la calle, por lo que los miembros del equipo de Filosofía en la ciudad nos identificamos con ella y lamentamos la muerte de nuestro querido Quino porque ahora sí ya no habrá más Mafalda. 

Para mí esta niña argentina ha sido un referente en las discusiones filosóficas. Pocas reflexiones más claras que “La justicia vence siempre, pero nadie levanta los pagarés” o cuando le devuelve los lentes a su mamá afirmando “Tomá, si ésta es tu visión del mundo, creo que desde hoy sabré perdonarte muchas cosas.”. Reconozco que muchas veces la he citado mientras otros se atrincheran en Kant o en Freud… aunque tenga que soportar la burla de quienes creen que lo importante es el autor y no la idea.

Si tuviera que condensar las aspiraciones de buena parte de mi generación, antes que elegir a Sartre o a Simone de Beauvoir, antes que al marxismo latinoamericanizado y antes que a Tania Libertad, elegiría, sin ninguna duda, a la niña prodigio en la que Quino depositó todas sus (nuestras) decepciones y esperanzas. 

Mafalda no es una niña, no es un personaje, es un deseo de futuro, es un compromiso con el mundo, con las mujeres y con los hombres que sueñan con un mundo más justo, en el que se privilegie lo humano. Mafalda encarna el juicio crítico, la mirada atenta, la compasión. Los tres se conjugan cuando le pregunta a su madre, “¿qué te gustaría hacer si vivieras?”. De paso, abre la puerta a las discusiones sobre género pues ella ve cosas sobre la condición de la mujer que su madre no parece percibir. No sólo eso, pone el dedo sobre la frustración de los adultos, le enoja mandar todos los días a un padre y que le devuelvan los desechos.

Ese “ejecutivo de la maceta” y esa mujer que en vez de un papel en la historia tiene un trapo son, sin embargo, padres preocupados y presentes. A menudo no están a la altura de las preguntas capciosas de su hija, por lo que ella corre a la farmacia a comprar nervo-calm. Pero a pesar de que su hija les muestra una y otra vez su inmadurez, ellos están ahí, es una época en que los niños todavía crecen en la calle con una madre en la casa y un padre en el trabajo. Por suerte, reconoce Mafalda, a ella y a su hermano Guille los urbanizaron sin pavimentarles la naturalidad.

Mafalda y sus amigos nos enseñan mucho sobre tolerancia: ciertamente el espíritu mercantil de Manolita, la decidia de Felipito, el discurso panfletario de Libertad, los agudos cuestionamientos de libertad, la militancia burguesa de Susanita y la irresponsabilidad de Guille que huye del peine para que no le pinchen las ideas. 

Muchos la acusan de pesimista, quizá en algunas ocasiones lo sea, pero sus contemporáneos, los que crecimos con la palabra crisis y hemos vivido el desempleo, la sobrepoblación, el hambre, el racismo, la violencia y otras bellezas del siglo XX podríamos  publicitar la tierra como “el planeta de los elegidos, único con sabor a conflicto”.

Mafalda, su familia y sus amigos convirtieron nuestros gritos silenciosos en frases irónicas. Los indignados nos reflejamos en cada tira y pudimos ver con humor la vida cotidiana, el mundo, el país, que funciona mal porque el presidente se pone a reolver problemas de estado y eso no le deja tiempo para gobernar. Nos veíamos -nos vemos- ante gigantes que destruyen la naturaleza, que corroen la sociedad, y nos sentimos seres incapaces, de brazos cruzados. Es necesario escuchar a Libertad, que responde al pesimismo con una frase invaluable: “una pulga no puede picar a una locomotora, pero puede llenar de ronchas al maquinista”.

Nosotros -sus contemporáneos- íbamos a la escuela, aprendíamos algunas cosas, pero difícilmente desarrollábamos la habilidad de cuestionarnos a nosotros mismos, a los demás y al mundo. Nos faltaban las palabras o estaban presas en ideologías y autores serios de corrientes serias. Sólo a Quino se le ocurriría preguntar con seriedad y responder con sarcasmo -o viceversa-,  un método muy efectivo que lleva a razonamientos como los de Miguelito: “Los políticos pueden darse el gusto de decir ciertas frases porque no tienen una maestra que los califique”. O a Mafalda que le da rabia gastar el subconsciente en estupideces y cuando ve a un árbol torcido le pregunta si nunca se le ocurrió consultar a un psicoanalista.  

Mafalda, la tira cómica que nace en 1962 es hija de su tiempo y madre de las siguientes generaciones. Quizás por ello el boceto del Cartel de Quino para unicef en 1976, el Día internacional del niño, conmemoraba sus 30 años de trabajo con la frase: “30 años ayudando a los que mañana arreglaremos todo”. No lo arreglaron, y si me pusiera en vena Mafaldiana, preguntaría, ¿siguen todavía con la misma sopa?

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