
La corrupción corroe. La corrupción va pudriendo internamente cada uno de los frutos de la vida social. La corrupción carcome las relaciones entre las persnas. Y en nuestro país, la corrupción es el pan de cada día. ¿El origen? Lo desconozco y éste no es el lugar para plantear hipótesis. ¿Las consecuencias? La desconfianza hacia cada funcionario, la convicción de que cada trámite es prescindible, de que esa regla se la acaban de sacar de la manga… y de que el dinero cambia leyes, conciencias y simpatías.
En una ocasión escuché a un joven en la radio decir que en este país negarse a dar un soborno es un acto de autoestima, pienso que estaba en lo cierto. Cuando uno no acepta “morder” y toma el camino largo, siente que terminó con honores la carrera de Ética ciudadana. La idea de ser “un grano de arena” —la expresión es de Tahar Ben Jelloun— un granito de arena que hace que el engranaje se atore y no pueda seguir en movimiento, provoca un gran orgullo.
Pero la corrupción aceita el sistema, permite que funcione de la única manera que sabe funcionar. Y ser un grano de arena requiere algo más que honestidad. A los que estamos lejos de la tentación se nos da muy fácilmente la crítica contra los inmorales que sí lo aceptan. Pero tomemos la hipótesis de El hombre quebrado de Ben Jelloun: Un funcionario incorruptible que ve cómo a su alrededor todos se enriquecen concediendo ilegalmente permisos de construcción. Al desprecio de su esposa (por ser tan poco hombre que ni siquiera puede mantener su casa), hay que sumar el ninguneo social y la presión del jefe que le pide más “flexibilidad”.
Los argumentos de este último son convincentes: En este país (Marruecos) no se puede emprender ningún proyecto porque inmediatamente se ve obstaculizado por miles de trámites. Si se cumplieran, no se crearían empresas ni empleos, porque los inversionistas prefieren cambiar de país que pasar años esperando a que se expidan los permisos correspondientes.
El funcionario se encuentra atrapado entre sus principios morales y la realidad del país. Entre sus necesidades personales y su conciencia social. No es casual que el sueldo de muchos funcionarios sea “simbólico”: todos saben cómo se complementa. El incorruptible ve con tristeza e incluso con envidia cómo el “complemento” de su salario va a dar a la bolsa de su compañero de oficina. También observa cómo las solicitudes que él no autorizó finalmente son autorizadas por alguien más. Sí, él lo hizo más difícil, pero no puede detenerlo. Es una piedra en el zapato que molesta y a veces incluso hace daño, pero al final, siempre es arrojada a la calle.
No participar en la corrupción establecida no sólo es privarse de sus ventajas, sino vivir en el riesgo continuo de perder el empleo. Participar en ella, para un individuo con principios morales, es negarse a sí mismo, cancelar definitivamente la posibilidad de sentirse a gusto en sus zapatos. Y también implica el riesgo de que la corrupción misma, que no conoce amigos ni recuerda favores, que sólo sostiene a la gente mientras le es útil, acabe con él. Los riesgos están a la vista. Las decisiones… no debieran estar en nuestras manos.