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Vivir sin límites


Ya se habían acabado. Los destruimos todos en los años 60. “Prohibido prohibir” fue nuestro lema. No queremos límites. Y aprendimos a vivir sin ellos, regodeándonos en la libertad que habíamos obtenido. La sola idea de que las fronteras habían desaparecido, nos hacía sentir más poderosos, más auténticos, porque ya no dependíamos de los demás. Sólo un detalle se nos pasó: nosotros tampoco podríamos ponerlos. No era grave, porque la idea de que nuestros hijos crecerían en libertad, sin restricciones de ningún tipo, en una especie de paraíso summerhilliano, era fascinante. Por otro lado, nos llenaba de orgullo declarar que nuestra pareja lo sería mientras ella lo deseara; que sosteníamos una relación amorosa y voluntaria, sin imposiciones de ningún tipo. No eran necesarios los límites, porque estábamos demostrando que podíamos vivir sin ellos.
Lo intentamos, en serio. Pero en ese momento ignorábamos que la palabra “no” puede salvar a nuestros hijos de la psicosis o de la delincuencia (o nos puede salvar a nosotros de ser apaleados por ellos); nos salva también de vivir ahogados por los lamentos de una madre chantajista o de que un padre autoritario acabe con la poca autoestima que tenemos; nos salva del jefe seductor que siempre encuentra trabajo urgente para llevar a casa (a la nuestra, por supuesto).
Pero, sobre todo, nos salva de nosotros mismos. Cuando estamos convencidos de que nuestra función en la vida es dar, a veces no caemos en la cuenta de que nos pasamos de la raya… por miedo a perder el amor del otro. Creemos que al complacer, al evitar conflictos, al quedarnos callados, lograremos que nos quieran. Y nos olvidamos de los límites.
En alguna parte aprendimos que la sumisión siempre es bien recibida y la ejercemos con esperanza. Pero no somos tan tontos: desaprobamos -a veces en silencio- actitudes como la indiferencia o el abuso. Ante ese aprieto, encontramos una solución muy eficaz: la mentira. Nos engañamos a nosotros mismos convenciéndonos que el móvil de nuestros actos no es el miedo o la debilidad, sino la bondad.
Así soportamos estoicos las humillaciones, las ofensas, el desprecio y la infidelidad, porque “somos muy buenos”. Es cierto que ese colega me puso en ridículo; que esa amiga reveló las confidencias que le hice, que el director presenta mis ideas como si fueran suyas y que mi ex–marido pretende dejarme sin un peso. Pero no puedo evitarlo. Soy pacífica, no me gusta pelear con nadie. Prefiero no decir nada, ¿para qué?
Para recuperar la dignidad. Los límites que no pretenden encarcelar al otro sino promover relaciones más francas, nos abren las puertas del respeto a nosotros mismos. En lugar de odiarnos —así sea en el rincón más remoto de nuestro corazón—, aprendemos a querernos. Cualquiera que haya puesto alguna vez en su lugar a alguien que había rebasado los límites, conoce el placer de admirarse a sí mismo. “Me atreví”, “Fui capaz de decirlo”, en otras palabras, “soy un héroe”. Como dice Jodorowsky: ““Cuando uno sabe decir no, el sí tiene un sabor muy distinto”. Poner límites requiere haber fijado previamente la línea roja que nadie podrá cruzar, o hacerlo de inmediato. Nos tardamos, pero al final aprendimos que no podemos ni queremos vivir sin límites.

Esther Charabati

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