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El chisme, una medida preventiva

Hablar de los demás es un deporte universal: se practica en los recreos, en las oficinas, en los cafés y, por supuesto, en familia. En forma profesional lo ejercen los locutores y los escritores, recolectores de experiencias propias y ajenas. En realidad, es imposible no hablar de los demás: si uno elimina de la conversación toda referencia a otras personas, se condena inevitablemente al silencio o a hablar con demasiada frecuencia de sí mismo. Todos disfrutamos de un chisme calientito, sin preocuparnos por la veracidad de la información ni por los efectos que pueda tener sobre los protagonistas. Creativos como somos, al transmitirlo añadimos detalles y precisiones que aumenten el impacto sobre nuestro auditorio. El placer se multiplica cuando somos portadores de alguna reseña novedosa que los demás están sedientos por escuchar, y disminuye cuando los chismes se refieren a alguna persona cercana; definitivamente los encontramos aberrantes y calumniosos cuando los protagonistas somos nosotros mismos. Cuando, por una vez ocupamos el primer lugar en el hit parade de la vecindad, preguntamos ofendidos “¿Cómo se atreven a levantarme falsos!”

Antiguamente el chisme florecía en todos los barrios de la ciudad. Eran épocas en que todos se conocían y uno podía recitar sin equivocarse el nombre y apellido de cada habitante de la manzana. Hoy en las grandes ciudades la gente no se conoce, lo que priva a los chismes de gran parte de su goce. De cualquier manera, es una forma de comunicación vigente, que puede ir desde una simple crítica hasta la invención de toda una historia en torno a un sujeto determinado: el juego consiste en crear una realidad partiendo de unos cuantos datos.

¿Por qué el chisme (y el chismear) ha sido tolerado, permitido y fomentado por la sociedad? En primer lugar parece existir en los seres humanos la tendencia a husmear en la vida de los demás. Observar es saber y el saber, como lo hizo evidente Foucault, es sinónimo de poder. Al participar en las habladurías desarrollamos habilidades humanas como vigilar, criticar, juzgar y censurar, lo cual nos da una pista sobre la función primordial del chisme: el control social.

Con frecuencia, antes de actuar nos preguntarnos por el qué dirán y a menudo nos paraliza: de eso se trata. La rápida e inminente difusión de la información nos hace pensar las cosas dos veces o incluso renunciar a ellas, lo que constituye una medida preventiva contra las transgresiones. Esta lupa social tiene un margen de flexibilidad bastante amplio, pues acepta las apariencias como buenas: al chisme y a los chismosos no les importa que los individuos se desvíen de las normas establecidas mientras se mantengan en la clandestinidad, pero son implacables cuando tales conductas se vuelven públicas o cuando el Sherlock Holmes que todos llevamos dentro descubre la falta que alguien se ha empeñado en ocultar. El chisme, pues, previene actos contrarios a las buenas costumbres, pero también los solapa, asumiendo la impotencia de la sociedad para erradicarlos.

Por su parte, los chismosos constituyen un verdadero órgano de control social, legitimado y aplaudido por cada uno de nosotros. Reúnen en sus manos —o más bien en sus lenguas— más poder que cualquier otra autoridad, ya que canalizan gran parte de las frustraciones y de la hostilidad que se acumulan en la sociedad. El chisme relaja, desahoga, proyecta, controla y, además, divierte.–
Esther Charabati

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