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LA FIDELIDAD ES UN RIESGO

Fidelidad. Pocas palabras estorban tanto; preferimos tomar distancia de un concepto que cuestiona nuestra trayectoria y exige rendición de cuentas. Es tema recurrente en el ámbito de la pareja, pero está lejos de ser el único. Se nos pide ser fieles a una causa, a los amigos, a la patria, a un partido, y para lograrlo se requieren básicamente dos elementos: memoria y voluntad, porque ser fiel significa mantener vigentes ciertas ideas, sentimientos o principios. ¿Eso es bueno o malo? Depende.

Contrariamente a otros valores que son buenos en sí mismos como la compasión o la honestidad, la fidelidad sólo es buena si su objeto es bueno. Ser fiel a un partido corrupto o a una banda de secuestradores es complicidad en el mal; ser fiel a una moda o a un número de lotería es absolutamente intrascendente; ser fiel a una iniciativa estúpida es una estupidez.

Sin embargo, hay otras fidelidades que se consideran valiosas: a los ideales y a los principios, por ejemplo. Ambos requieren una lucha cotidiana contra la inconstancia y contra el olvido porque el mundo de hoy, en su afán por el cambio, nos induce a creer que nuestros ideales son absurdos y nuestros valores, anacrónicos. Quien luchó desde la izquierda por la justicia social hace veinte años es cuestionado con ejemplos concretos: la caída del muro de Berlín, la falta de democracia en China o en Cuba, el autoritarismo de Venezuela, los ex combatientes luciendo corbatas de Hermès… Ante esto, la única forma de resistencia es la fidelidad a las ideas: la convicción de que la justicia social es posible no se agotó con el fracaso del comunismo y ningún régimen actual puede ufanarse de haberla alcanzado.

Conservar mis ideas significa almacenarlas en la memoria, querer guardarlas porque las considero valiosas y vigentes. Pero aun más que a las ideas, hay que ser fieles a la verdad. No se trata de conservar a cualquier precio las convicciones que un día adopté, pues en ese caso los convertiría en dogmas y yo me volvería fanática. Se trata de revisarlas, arriesgarlas en el diálogo, contraponerlas a ideas ajenas para determinar si todavía corresponden a la realidad, asumiendo que tanto el mundo como los individuos cambiamos constantemente. No es lo mismo ser esclavo de una verdad que tratar de ser fiel a la verdad que se construye a diario.

En el campo de la ética exigimos fidelidad a los valores, aunque éstos difícilmente podrían ser pasados por el cedazo de la verdad. Los valores no son verdaderos ni falsos, son buenos. Lo prueba la historia de la humanidad que, en cada escollo, vuelve a las antiguos ideales que han sido el motor de la civilización: justicia, honradez, respeto a la vida, generosidad. Esos valores ni siquiera los elegimos, nos fueron encomendados por la cultura, la educación y el medio; lo más que podemos hacer, si lo consideramos prudente, es revisar la jerarquía.

Lo difícil es mantenerse fiel a los valores cuando se nos presenta la oportunidad de enriquecernos o ganar prestigio a cambio de una pequeña transgresión, de cerrar un ojo, de mentir un poco. ¿Qué cambia? ¿A quién le afecta? A cada uno, porque la fidelidad a uno mismo es nada menos que la identidad, como afirma Montaigne: “No soy realmente el mismo de ayer; sólo soy el mismo porque me reconozco igual, porque adopto, como mío, un pasado específico y porque me parece reconocer en el futuro mi compromiso presente como siempre mío”. En otras palabras, sólo la fidelidad garantiza la continuidad en el yo; la pregunta obligada es si quiero ser siempre el mismo.

                                                           “El oficio de la duda”

Esther Charabati

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