Cierro los ojos para descansar un poco del dolor; la sabiduría popular me ha convencido de que con los ojos cerrados se sufre menos. Cierro los ojos cuando voy al dentista, cuando me inyectan o me extraen sangre…para no hablar de cuando me someto a estudios con descargas eléctricas y agujas: en ese caso, los clausuro.
Cierro los ojos y de inmediato aparecen unos albañiles en la sala de mi casa construyendo una torre: hay una escalera, unas bolsas de cemento… Por más que agudizo la vista, -si así puedo llamar ese ver-con-los-ojos-cerrados- para rectificar mi apreciación, no hay duda: están en mi casa. ¿Por qué querría yo una torre en mi casa? Qué extraño (¿será la torre de Babel?); quiero que se vayan y la única forma de lograrlo es abrir los ojos para conjurar el efecto de la morfina, pero me aferro a la idea de seguir durmiendo o dizque durmiendo; no quiero ocuparme del dolor porque ya tomé las medicinas y no tengo más recursos para enfrentarlo.
La torre crece, los albañiles hacen ruido y me urge dispar el encantamiento. Babel no es para mí: soy demasiado racional, sólo tolero la incertidumbre cuando sé cómo escapar de ella. Hago trampas, lo sé, pero si la vida no quiere que le tienda trampas, tendría que cooperar un poco.
Abro los ojos y todo desaparece, menos el dolor que a cada oportunidad vuelve y se instala a sus anchas. Después de un rato, de manera disimulada y a un ritmo análogo al cardiaco -cuando está a segundos de un paro-, los voy cerrando hasta que me veo acostada en el asiento de atrás de un taxi tapada con una tela de peluche café. ¿Por qué acostada? ¿Cómo aterrizó en mis piernas esa cobija espantosa? ¿Qué diría Dr. Freud al respecto? ¿El universo me envía un mensaje que no sé descifrar? ¿Serán mis prejuicios de clase, como suele decir Sergio, que me llevan a asociar los taxis con lo kitsch? (En ese caso, estoy dispuesta a defender mi postura con pruebas irrefutables).
Para bajar del taxi y huir del peluche tengo que abrir los ojos. Intento una nueva treta: abrirlos rápidamente y cerrarlos a la misma velocidad con la esperanza de recuperar mi casi siesta. La estrategia funciona de una manera inesperada: me veo a mí misma como una mascada que va cayendo suavemente junto al sofá, planeando sin prisa, de izquierda a derecha, hasta depositarse en el suelo. Abro los ojos: la planta del pie me avisa que el efecto benéfico de la morfina terminó.