He escuchado tantas veces esa pregunta que ya debería haber elegido un número, cualquiera, que permita a los médicos seguir alegremente con su cuestionario, que sólo mide el dolor en rebanadas. En vez de eso, respondo con un tímido “Depende de la hora, del día… no siempre es igual”. Como insisten en capturar lo intangible con un signo absoluto, las diferencias suelen zanjarse con un siete o un ocho.
¿Cómo
se mide el dolor? ¿Cuáles son los criterios? A veces varía en intensidad, otras
veces cambia de expresión y de lugar, o se manifiesta en varios puntos del
cuerpo en forma simultánea. Quien piense que es una especie de muletilla que se
repite infinitamente con la misma entonación, ¡nunca ha sentido un dolor continuo y permanente.
¿Pica, quema, produce comezón?, ¿es una sensación de adormecimiento? Lo único
que puedo responder es “todo”: hay mañanas soleadas en las que el dolor es una marca de
agua y tardes en las que parece una tormenta eléctrica. Tan efímero como un
piquete de abeja y tan permanente como una cicatriz. Y sin embargo, los médicos
no escuchan nuestros temores, asociaciones, deseos o expectativas: quieren asir
una experiencia subjetiva y petrificarla en un valor que les ayude a elaborar
un diagnóstico y definir el tratamiento. Suena lógico, pero el abismo entre el
que siente y el que receta es inmenso.
“¿El dolor le impide hacer su vida diaria?”. Otra pregunta de rutina que
muestra lo ajenos que son los médicos a las experiencias de sus pacientes: el
dolor coloniza en su totalidad mi territorio mental y tengo que tomar
decisiones con las sobras. Nunca está en la cabeza ni en el estómago: es un
filtro que deforma percepciones, ideas, deseos y planes. Pregúntenle a un
hombre con dolor de muelas qué es lo que más desea en la vida: ¿Éxito, fama,
dinero? No: desaparecer esa maldita punzada que monopoliza su atención. Si un
dolor de muelas no impidiera funcionar como de costumbre, ninguna persona
sensata se sentaría voluntariamente en la silla eléctrica para someterse a las
torturas del dentista.
Durante
la noche, recorro todos los números y todos los verbos; si yo misma no puedo
aprehender mis sensaciones, ¿cómo podría comunicarlas? ¿Cómo explicar que un
dolor de cabeza me vuelve servil, odiosa o inútil y cancela mis (pocas)
cualidades? Algún día los científicos descubrirán que el dolor flota en el
torrente sanguíneo o entra con el aire en el aparato respiratorio, así que da
igual si uno lo siente en el dedo del pie o en el pulmón: ahí está, lanzando
piedras con su resortera. No sabemos con qué fuerza viene la siguiente pedrada,
ni nos acordamos del impacto de la última. Y el médico vuelve a preguntar: ¿Del
uno al 10…?
Pensándolo bien –y con ganas de echar pleito–, ¿por qué esos genios de la Real
Academia de la Lengua no demuelen los límites del lenguaje para describir el
dolor? ¿A ellos también les piden los médicos que lo describan del uno al 10?
Es el momento de diseñar matices e inventar neologismos, quizás alguna metáfora
que transparente la diferencia entre el dolor que empapa sin dejar una guía de
manejo, el dolor repentino de reacción inmediata, el dolor triste que se
compadece a sí mismo y el dolor como venganza por ignorar las demandas del
cuerpo. Los médicos preguntarían entonces: ¿le duele como un atardecer nublado
o como una cruda después de una borrachera? ¿Lo vive como un enfrenón o como un
terremoto en un noveno piso? ¿Como la noche anterior a la entrega de un
proyecto o como encontrar al amigo al que traicionamos? ¿El fuego de una velita
de cumpleaños o de un incendio en la ciudad? ¿Desenredarse el cabello o unos
zapatos apretados?
Propongo a todos los dolientes, adoloridos y enfermos una guerra a la simplificación: que no nos midan con números, sino con figuras literarias: que algún escritor de buen corazón fabrique bellas alegorías, hipérboles creativas y expresiones irónicas para poner en palabras lo indescriptible.