El descuido de Freud

Freud ni siquiera lo pensó: diseminó palabras y expresiones por el mundo y se despidió con una sonrisa, ignorando -quiero creer- el daño que nos causarían ideas como la de las enfermedades psicosomáticas. Antes pescabas una pulmonía y la gente te compadecía, rezaba, te atendía para que no te levantaras de la cama. Hoy cualquier hijo de vecino te pregunta los motivos profundos que te llevan a huir del mundo, con qué asocias la respiración o qué representan los pulmones en tu iconografía emocional. La enfermedad no importa: tuberculosis, colitis o un hombro dislocado generan la misma reacción: consulta a tus fantasmas.

A más de uno le emociona que la causa de la enfermedad esté dentro y no fuera, como si tuviéramos una fachada, cuartos interiores y una puerta que conectara ambas realidades. Me gusta la imagen: cuando me fastidie lo que pasa en el exterior -en el cuerpo- puedo ingresar a la sala de máquinas -la psique- y descubrir que la causa de que las paredes estén descarapeladas o de que se haya oxidado la herrería son los conflictos internos entre los motores.

¿Pero qué pasa si un vecino malévolo echó ácido clorhídrico en la puerta? ¿Y si unos niños aburridos levantaron la pintura con una navaja? ¿Podemos atribuirlo a un deseo interno de la casa de ser agredida? Porque los adeptos de la autoculpa pretenden responsabilizarnos de una fractura de rodilla aunque hayamos caído en una coladera: “por algo te atrajo el hoyo…”. Esas frases inocentes que generosamente apuntan a que recuperemos la salud, tienen como efecto perverso atizar el dolor con la culpa, por medio de un argumento muy simple: dado que el origen de la patología está en mí, curarme depende de mi voluntad: si no me alivio es porque no quiero. Segunda conclusión: merezco el dolor.

No necesito un posgrado para darme cuenta de que esta hipótesis es prima hermana de la que apuntala los libros de autoayuda: si quieres, puedes; nada escapa a tu voluntad. Y aquí estamos nosotros, convenciéndonos de que si cambiamos de actitud desaparecerán el cáncer y la urticaria. El problema es que, aunque la actitud está en la sala de máquinas, no podemos ir al tianguis a cambiarla por otra. Esta psicología subterránea e inmoral será la culpable de que mi nombre -y reputación- lleguen al buró de crédito: para hablar con alguien que me crea y esté dispuesto a escuchar mis quejas, voy a consulta con varios especialistas y deposito ahí el dinero reservado al seguro médico (que nunca utilizo porque no puedo pagar el deducible). Vale la pena la inversión con tal de ver un gesto de interés y tres o cuatro preguntas encaminadas a entender mi enfermedad, no a imputarme el delito.