La dinámica social de la enfermedad es muy peculiar. Cuando los demás se enteran de nuestro padecimiento, la primera pregunta es “¿Qué te pasa?”. Ante esa expresión espontánea de solidaridad y calidez acostumbro ofrecer un rápido esbozo para informar sin afectar, pero rara vez paso de la ubicación geográfica: “Es la espalda…” o “Mi cabeza…”. Una sola palabra activa la respuesta que el interlocutor trae preparada meses atrás para cuando se presente la ocasión: “Tengo un médico que no falla”, “Conozco a un acupunturista chino recién desembarcado”, “Mi cuñada tenía lo mismo que tú: un quiropráctico la salvó”, “Hazte un bloqueo”, “Que te cambien la sangre” (sí, aunque no lo crean). Ante mi gesto de retirada los apóstoles de la salud pueden perder la mesura y sustituir las sugerencias por exhortaciones: “¡Tienes que verlo!” “No pierdes nada, haz una cita” “Te paso el contacto, lo vas a necesitar”. Poco a poco, la oferta médica se ha instalado en mi celular como una Guía Roji de médicos para el dolor. Y así como en los ochenta giraba una y otra vez la guía de tapa roja tratando de adivinar hacia qué lado debía caminar, hoy reviso la lista de especialistas en la pantalla vertical, la giro para verla en horizontal y la fijo en versión apaisada en mi desesperado intento por acertar.
La segunda parte de la conversación se introduce de manera subrepticia: “¿Te duele la pierna? Fíjate que, yo, desde que me caí, no puedo caminar bien…”. Sin siquiera responder quedo atrapada en un aluvión de palabras, lamentos, esperanzas, acusaciones y diagnósticos de cada uno de los bienintencionados que se acercan a preguntar cómo me siento. A la fecha, cuento con el historial médico de decenas de jóvenes y viejos que clasifiqué en tres categorías. Los que se curaron, pero necesitan seguir hablando de sus experiencias, expectativas y exámenes el resto de sus vidas para ayudar a otros y quizá para no olvidar. Los que siguen sufriendo y constituyen una amenaza para la humanidad por ser la prueba fehaciente de que la ciencia tiene límites, de que los médicos no saben, de que, como el célebre Dr. House, sólo tratan de atinarle a la causa –o al remedio- de la enfermedad. La tercera categoría reúne a saludables, rehabilitados y otro tipo de enfermos: son los paganos, que rechazan la idea de un dios único y se burlan de nuestra creencia fanática en la ciencia. Están convencidos de que los hospitales, seguros médicos, laboratorios, farmacias, seguro social, son parte de un cártel mafioso que pretende acabar con la humanidad a través de las drogas legales. Su apuesta es por lo alternativo: homeopatía, acupuntura, osteopatía, pero también reiki, qigong…
No estoy en condiciones de juzgar, cada uno se cura como puede. A mí me acaba de avisar la vecina que no hay lugar para estacionarse porque vino un brujo y hay filas esperando para verlo. Estoy tratando de conseguir el teléfono.