La muñeca fea

Ahora que estoy enferma, mi familia y amigos cercanos traducen su cariño en llamadas diarias para preguntarme Cómo estás, algunos incluso vienen a visitarme, me traen chocolates y chismes. Yo lo agradezco pero, por culpa de Descartes, me pregunto si vienen a acompañarme para aliviar mi dolor -tarea imposible- o para entretenerme un rato y conjurar la amenaza de que los 125 mg diarios de Lyrica despierten en mí pensamientos suicidas como advierte la página del laboratorio. Otra hipótesis es que algunos me visitan porque no tienen nada que hacer. O nada mejor que hacer. Con ellos me siento más a gusto, pues me gustan las negociaciones de ganar-ganar; con los demás me tortura la idea de robarles su valioso tiempo.

Una de tantas noches de insomnio me permitió urdir un plan: aprovechando la tecnología de punta –aunque sorprenda, muchos de mi generación incluimos el WhatsApp en esta categoría- todas las mañanas podría mandar un parte médico a los interesados en mi salud documentando mi estado: algo así como “Éste es un buen día, los dolores aún no han despertado”. O “Mal día, todos nos despertamos juntos”. Cuando la jornada sea completamente indolora puedo poner una carita feliz seguida de un sol y de una luna para transmitir que el bienestar se sostuvo estoicamente durante el día.

Esta estrategia simplificadora conlleva un riesgo: enterados de mi estado, nadie se preocuparía por llamarme y el silencio, a veces tan consolador, podría dejar que se filtrara ese temor atávico que he tratado de mantener a raya toda mi vida y que Cri Cri plasmó magistralmente en la canción de la muñeca fea: la posibilidad de que nadie me quiera. Como mi interlocutor permanente en estos días es Dr. Web con sus innumerables propuestas, le pregunté cuáles pueden ser los efectos de este síndrome. La respuesta fue descorazonadora: la soledad no tiene efectos negativos, pero el sentimiento de abandono acerca a la depresión y al suicidio –otra vez-, así que decidí cancelar la estrategia que hubiera aliviado a mi gente de la llamada diaria y las visitas amistosas.

Buscaré otra manera de organizar los saludos matutinos y vespertinos que suelen seguir el mismo guion: ¿cómo pasaste la noche?, cómo desperté, si me duele poco o mucho -aunque nadie sepa cuánto es poco ni mucho, ni siquiera yo-, qué dijo el doctor en la llamada de ayer, si sugirió otro estudio, una nueva esperanza. Por extraño que parezca, nunca falta la pregunta “¿Qué vas a hacer hoy?” Pregunta extraña tomando en cuenta que los mareos y el dolor han vetado mis salidas. No sé si la curiosidad esté encaminada hacia los libros que voy a leer o, más bien, a qué páginas en específico. Todos los días leo los mismos tres libros: Judas, Verano y De animales a dioses, bestseller nacional e internacional, según la página de Gandhi. Tal vez quieren saber si esta mañana también estuve coloreando mandalas mientras escuchaba a Carmen Aristegui. O qué serie de Netflix estoy viendo. O quizá simplemente quieren confirmar que sigo viva y en pleno uso de mis facultades mentales. ¿Cómo no agradecerlo?