Odio a los sanos. Odio la sonrisa de superioridad con la que se pasean por el mundo. Odio que se crean inmunes a los males de los demás. Nunca se quejan, nunca se sienten mal.
Miguel, Berenice, Alejandro… Cuántos de mis amigos entran en la categoría de los que no tienen en su buró —ni en su casa— diclofenaco, Aspirinas o Pepto-Bismol. Me cuesta imaginar sus vidas: nunca despiertan con una pequeña protuberancia en la muñeca, una hinchazón en los pies o un extraño en su interior que les impida pensar. La sal de mar y las aceitunas son detalles en su mesa, no remedios para la baja presión. Trabajan en la computadora durante horas sin una alarma para levantarse cada treinta minutos, porque su espalda no protesta.
Los odio porque pueden hacer planes a largo y a corto plazo: una cita para ir a tomar un café, un viaje de mochileros por Irlanda o de turistas privilegiados a Tokio. No se preguntan por las horas de vuelo ni por las reacciones de su cuerpo, que siempre se somete a sus deseos. Caminan de la colonia Roma al Zócalo para estirar las piernas y soportan sin sufrir largas horas en un congreso.
No sé si es odio o envidia, se me escapan los matices. Quisiera ser como ellos, pero, ¿cómo? Su salud no es resultado del esfuerzo, sino un regalo de la vida. Me gustaría encontrar el departamento de quejas para preguntar por qué habiendo tanta gente de colores y tamaños variados, me escogieron a mí para padecer dolores tan extravagantes. Quiero justicia, un mundo democrático con un reparto más igualitario. No les deseo ningún mal, pero una pequeña alergia, una gastritis o un dolor de cuello una vez al año equilibraría un poco nuestras oportunidades.
En ese mismo buzón podrían dejar sus notas los inconformes con su inteligencia, su cara, su cuerpo, su trabajo, su padre, su colonia, su maestro… ahora entiendo por qué las empresas e instituciones —cada vez más parecidas— eliminaron los teléfonos y direcciones de correo para que los clientes o usuarios transmitan sus quejas. ¿Cuántos habitantes del planeta quisieran pedir una bonificación por defectos en esa mercancía llamada “yo”?
No lo había pensado, pero acabo de redirigir mi odio: me alejo provisionalmente de los sanos para orientar mi malestar hacia los conformes —saludables o enfermos, da igual—, siempre agradecidos con lo que les toca, partidarios de “lo bueno es que”. No sé si son auténticos, pero casi por rutina identifican algo bueno en cada desgracia. Me imagino que ante una tifoidea dicen “lo bueno es que no tengo diabetes, porque sería para toda la vida” y si esto sucediera, afirmarían llenos de orgullo: “lo bueno es que no tuvieron que cortarme la pierna” y en cualquier situación, por horrible que fuera, siempre podrían decir “lo bueno es que estoy vivo”. Incluso ante la muerte de un amigo o familiar son capaces de afirmar: “lo bueno es que… (aquí el lector puede elegir entre varias opciones que derraman optimismo: “fue feliz”, “me deja buenos recuerdos”, “no sufrió”, “tenía seguro de vida”).
Estos hijos del pensamiento positivo ignoran lo desagradables que nos resultan a miles de millones de mortales que hemos hecho de la queja un modo de vida y una salida terapéutica: nos quejamos durante treinta días del polen primaveral porque los ojos lloran, las narices gotean y la garganta pica. O protestamos de abril a octubre porque el horario de verano afecta nuestro reloj biológico. La queja no resuelve, pero relaja. Me pregunto por qué no tiene tan buena prensa como la meditación, si ambas alivian el estrés. O como el deporte, si ambos desarrollan nuestras capacidades y liberan endorfinas. No sólo eso, la queja permite socializar y competir —ahora que todos queremos ser competitivos— además de fomentar la creatividad, pues sin una buena coreografía y un parlamento original, nadie nos hace caso.
Los optimistas quieren que nos alegremos de nuestras dolencias, y los sanos se alejan de los quejosos… yo he soñado con suministrarles una experiencia que los convertiría en gente como uno: un buen golpe en el dedo chiquito del pie con la pata de la cama. Flexible como soy, no descarto otros remedios igualmente educativos, como una basurita en el ojo o una pequeña piedra en el zapato.1