Ir al médico es una experiencia turística, al menos para mí. Lo que pretendo a cambio del pago -siempre excesivo- no es que me revise la presión y los pulmones, sino que me acompañe en un recorrido por el país que habito para que conozca su clima y su idioma, pero sobre todo a los menesterosos que viven en las calles, la basura de las banquetas, el cielo embarrado de dióxido de carbono. Quiero que me acompañe como enfermo que siente y sufre, no como médico que diagnostica y cobra.
Me entristece cuando sustituye el paseo por una imagen que le da una captura de la realidad, una captura indiscutible, fija, una selfie que suplanta y disimula. Si mi compañero de viaje en vez de detenerse, husmear, conversar, palpar, probar y descubrir, se lleva una serie de instantáneas, convencido de que ha comprendido todo, es un ingenuo. Como tantos otros, ha sucumbido al brillo de la tecnología y al poder de los fármacos.
Uno se encuentra con todo tipo de médicos, pero advierto que la humildad no es una de las cualidades características del gremio. Quizá sea necesario proyectar esa imagen de superioridad para reanimar la fe perdida por los pacientes en el peregrinaje por los consultorios, pero algunos se la creen. De mi archivo titulado “postales”, puedo destacar la de un acupunturista tan seguro de su poder que decidió no cobrarme hasta que el dolor hubiera desaparecido. Pasaron meses sin cambios, pero como no tenía otro lugar para depositar mis esperanzas, me mantuve aferrada a la ilusión y un día pagué cada una de las sesiones; no sabía que estaba a escasas horas de la despedida. Otra postal muestra a un ortopedista, menos arriesgado que el anterior, que ofreció descolgar su título si en un mes no lograba suprimir el dolor agudo que padecía. A las dos semanas mandé un SOS desenfrenado y suplicante comunicándole que las medicinas no estaban funcionando, lo cual provocó una airada reacción (con un emoticón para ilustrar) “¿Pensabas que era magia?”. Sin duda su título se mantiene, incólume, detrás de su escritorio.
Si la pedantería me resulta intolerable, el autismo telefónico me desorganiza: sospecho que los médicos firmaron un pacto para no atender llamadas. Estoy segura. No pretendo estigmatizarlos, quizás el primero de enero de algún año reciente se reunieron en una cumbre mundial para resolver, por unanimidad, que no querían ser molestados: su trabajo consiste en revisar a los pacientes, hacer un diagnóstico y darnos instrucciones lacónicas: Zaldiar dos veces al día -mañana, tarde y noche- ¿Para qué sirve? ¿Cuáles son los efectos secundarios? ¿Se puede beber alcohol? No se molestan en brindar esos detalles por lo que terminamos interrogando a Dr. Google que, ése sí, responde las veinticuatro horas del día de manera atenta y veloz.
Yo salgo de cada consulta muy contenta, pensando que el papelito blanco con la firma del médico estampada es mi pase al paraíso, pero los días transcurren y el dolor persiste; ante la desesperación, aterriza en mi memoria el comentario fugaz del médico: “Si acaso no mejoras, me llamas”. Confiada, sigo uno a uno los pasos descritos por la secretaria y marco a las once, cuando está con un paciente, luego a la una, y reintento a las cinco, pero está en el hospital; en ese momento las dosis diarias de morfina pasan de dos a tres; a las seis no ha regresado y a las ocho ya se fue.
Como soy perseverante, reinicio la operación al día siguiente a las nueve de la mañana, cuando aún no ha llegado. Consciente de que se requieren estrategias refinadas para alcanzar mi objetivo le hago plática a la secretaria, le cuento mis males, intento ser graciosa y le suplico con una sonrisa que ella no ve pero debe imaginar: “no seas mala, usa tus superpoderes, si no me llama el doctor en dos horas me encontrarán muerta y ni siquiera he firmado el testamento, así que algún funcionario corrupto se quedará con mi fortuna”. Este último argumento tiene efecto en mi interlocutora, que promete devolverme la llamada en cuanto llegue el médico. Durante las horas siguientes mantengo bajo vigilancia mi teléfono, el celular y también el reloj, y a las nueve de la noche descubro que sólo el último registra cambios. Empiezo a entender por qué se ha incrementado el consumo de opiáceos en el mundo.
Para mi sorpresa, a las diez y media de la noche suena el teléfono: es el doctor pidiendo información. -El dolor no ha disminuido, estoy llegando al límite. -Aumenta la dosis de morfina- resuelve el médico. -Ya lo hice- respondo. -Entonces toma la vitamina B tres veces al día en vez de dos. -Muchas gracias, doctor. ¿Y si no funciona? -Me llamas.
La no-salud nos deja en condiciones de
fragilidad extremas: entre más intenso sea el dolor o más grave la enfermedad,
más dispuestos estamos a hacer y a creer en cualquier cosa, por extravagante
que sea. Cuando el dolor nos parte en dos liquida las resistencias construidas
a lo largo de la vida. Esa anemia emocional mantiene a médicos, farmacéuticas,
laboratorios, terapeutas en todas las versiones, libros de sanación y
charlatanes. Resignados a no encontrar explicaciones racionales, buscamos
soluciones y mendigamos esperanzas.
Hoy acudí a mi cita con el brujo que me
recomendaron. Al entrar a su casa tomé conciencia de que el sentido común me
había abandonado. La escenografía, creada con veladoras, efigies e incienso,
reproducía decorados de películas de tercera. Lo realmente inaudito era el
diploma que destacaba entre las chucherías y acreditaba al hombre a quien yo
había acudido para sanarme, como “Capitán de las galaxias”. ¿Por qué estaba yo
ahí? Por si acaso, por desesperación, por idiota. No había nadie, podía huir
sin problema… pero me quedé hasta que salió el capitán, poco glamoroso por
cierto, para conducirme al “consultorio”, que antes debió ser una cocina.
Me senté frente a él y puse mi mano en el
cuaderno profesional Scribe; él dibujó el contorno para luego poner su mano
sobre mi “huella” y descubrir quién era. Empezó a hablar de mi historia -con
datos bastante precisos- y expuso su diagnóstico con determinación: el origen
del dolor era una mujer que me había echado el ojo veinte años atrás… cuando
inició el malestar. Identifiqué (¿o inventé?) de inmediato a la mujer, aunque
podría haber sido desde mi vecina hasta mi jefa. Me acercaba a descifrar el
enigma y, por tanto, a la salvación. Dejé en pausa mi manía cuestionadora y acepté
algo parecido a unos cantos mientras sacudía unas hierbas en mi brazo. Le pagué
y él se comprometió a prender una vela por mí.
Siguiendo sus instrucciones con una sumisión en
la que no me reconozco, fui a la tlapalería a comprar trozos de cal y los distribuí
debajo de mi cama y en cada
puerta de mi casa. Dormí tranquilamente. Al
despertar, recordé con indulgencia mi comportamiento del día anterior y me
asomé, divertida, para buscar los trozos de cal que habían cuidado mis sueños.
Estaban negros. Completamente negros. Corrí a buscar los demás pedazos, pero
estaban tan blancos como el día anterior.
Aterrada, con el dispositivo racional
estropeado, llamé al capitán de la galaxia, quien trató de apaciguarme
explicando -como si fuera un informe médico- que los espíritus malignos
compartían la recámara conmigo; los delataban sus huellas. El remedio consistía
en lavarme la cabeza con ciertas hierbas durante un mes.
Colgué el teléfono, recogí los pedazos de cal de
cada puerta, los tiré a la basura y mandé un mensaje al grupo familiar
solicitando datos de algún especialista con título universitario.
Olvidé recoger mi credencial de elector en la
entrada del complejo habitacional donde se ubicaba el capitán de la galaxia. No
me atreví a volver por ella.