
Aunque son pocos y sean impuestos, los privilegios de estar enfermo pesan al momento de querer salir de esta condición. Este texto cuestiona por qué hay que renunciar a esos poquísimos privilegios y, además, hacerlo sonriendo.
Cuando uno enferma, recibe montones de buenos deseos: “que te mejores”, “que te sientas bien”; cuando el padecimiento se prolonga, se multiplican las expresiones de compasión: “ojalá que ya te cures”, “que ese dolor desaparezca para siempre”, “no quiero que estés mejor –me decía una sobrina–, quiero que estés bien”. Las amigas pasan por nosotros para que no tengamos que caminar, los hijos nos hacen favores. Uno se conmueve y no sabe cómo agradecerles.
Un día, en el aeropuerto, solicité una silla de ruedas, pues me resultaba imposible recorrer las distancias en ese no-lugar que extiende sus tentáculos en decenas de salas, pasillos y puertas. Llegaron la silla y el conductor: se saltó todas las filas para que me documentaran de inmediato, me acompañó a comprar un café y me llevó a la sala y al avión. Fui la primera en abordar y al bajar me esperaba otro conductor con otra silla que devoró pasillos y salas, quitó el listón que cancelaba una fila y pasé migración sin preguntas; él recogió mi equipaje, cruzamos la aduana sin obstáculos y llegué al taxi en menos de media hora. Una eficiencia sorprendente, pero no sólo eso: un mundo humanizado al que le importo y me atiende para salvar los obstáculos que enfrentan los mortales. La felicidad en esta tierra.
Claro, están la dificultad para desplazarme y el dolor como una sombra, pero son tantos los privilegios que se obtienen que sería un mal negocio renunciar a ellos. ¿En qué otra situación una amiga me diría “regálame un cachito de tu dolor”? No digo que uno sufra para obtener ganancias, pues el dolor es opresivo y humillante, nos convierte en menesterosos suplicando por un poco de bienestar; nos deja a las puertas de la existencia, atados a una cuerda que disminuye la libertad. No manejo, no voy al cine y no entro a un museo, “no vaya a ser”.
Los privilegios funcionan como una especie de discriminación positiva que pretende restablecer la equidad entre los humanos normales y los “deteriorados”, o con defectos de fábrica. Nadie quiere formar parte del segundo equipo y, sin embargo, confieso que al poseer los privilegios, es difícil devolverlos; veo cómo funcionarios con sueldos y prestaciones extraordinarias se retuercen y amenazan cuando alguien pretende “hacer justicia” suprimiendo algún beneficio adquirido. O a los grandes empresarios cuando alguien sugiere que deberían pagar impuestos como los demás ciudadanos. O a los expresidentes que se sienten agraviados cuando les cancelan la escolta. Todos rezongan, y los adoloridos, que nos sentimos las víctimas por excelencia, ¿deberíamos renunciar sonrientes a nuestras prerrogativas? Quizá las merezcamos: es una pequeña compensación por estar obligados a soportar las penurias cotidianas. Además, uno no solicita los privilegios, sino que se los gana, a veces por el esfuerzo y otras por la suerte… o por lo menos eso dicen las bonitas, los ricos, los famosos, los dirigentes. Como amiga de la igualdad, tengo muchas dudas sobre esos méritos.
Para ser congruente, yo debería renunciar a los privilegios y pasar a ser una más en la lista de los vivientes, sin nadie que me atienda, pero con los mismos recursos que perdí. ¡Qué paradoja! Tanto tiempo envidiando a los excepcionales para terminar envidiando a los comunes.
Ignoro cómo emprender la tarea: ¿Cómo convenzo a la cobarde titiritera que llevo dentro y que influye en todas mis decisiones de que se una a las masas activas, las que no se sumergen en ese charco protector pero nauseabundo al que llevan la migraña, la escoliosis, la debilidad, la depresión y hasta la diabetes? ¿Cómo persuadirme de que hay un lugar mejor para mí, donde no hay muletas pero tampoco son necesarias? ¿Cómo reconocer que todo privilegio es una exclusión y que no hay mejor sitio que el “nosotros” ampliado? Un nosotros que no se construye salpicando a los demás.
No me digan que la voluntad no alcanza, que los dolores y enfermedades existen más allá de mis deseos. Estoy consciente de ello, sin embargo, es difícil pensar que mi disposición de ánimo no cuenta. Tal vez tenemos instalada una aplicación que nos transmite entusiasmo, pero que se desactiva durante la enfermedad y que, cuando ésta se alarga, es difícil reiniciar.
En la carpeta de los privilegios se almacenan también los microfantasmas de la “no pueditis”, esa sensación de estar desarmado para emprender cualquier proyecto. Para empezar, el de volver al “ejército de los erguidos” del que habla Virginia Woolf. La silla de ruedas no es sólo un instrumento, sino un sustituto amenazante, un testimonio de mi incapacidad para hacer frente al mundo, a las expectativas de los demás y a las mías. Con estas cadenas, ¿cómo salir del mundo de los excluidos? No creo que haya planes de acción, cronogramas, ni recetas: tendré que salir por mi propio pie.