Un punto sin retorno

Toqué el timbre que correspondía a Dr. E. Fue una decisión difícil, tuve que poner en una balanza las opiniones mis hermanos (en cuyo juicio no confío) que me prevenían contra esos estafadores que no llegan a médicos, y mis amigas (en cuyo juicio tampoco confío) que me aseguraban que sólo los acupunturistas alivian el dolor pues llevan miles de años perfeccionando el método. Cuando llegué a ese punto sin retorno en el que ya no tengo nada que perder, cedí ante las que consideraba mis amigas. “Te va doler”, me advirtieron, pero después de lo recorrido, ¿qué pueden unas agujitas contra mi fuerza de voluntad? Al entrar, me sentí auténtica y heroica, no cualquiera se anima.


Me sorprendí hablándole al médico como si fuéramos amigos de toda la vida, como si compartiéramos un tesoro vedado a los demás: la cura. Él habrá agradecido mi optimismo, pues aprovechó para darme un consejo: cancelar las medicinas que me habían recetado, “son veneno puro”. Me pidió confianza y se la otorgué de inmediato. Mientras me desvestía frente a un jardín zen en miniatura, pensaba lo que les contaría a mis amigas: “Entré a un consultorio muy original, con una pequeña fuente, música clásica, té y manzanas en la sala de espera…”. Al acostarme, pude sentir la energía que emanaba de las piedras de colores distribuidas debajo de la mesa de exploración y los prismas de espejos que colgaban de un rectángulo formado por tubos de cobre. Una lámpara de rayos infrarrojos calentaba mi piel. Me sentía en un spa. Tomé nota de cada detalle de la escenografía para construir un relato que me garantizara la sorpresa e incluso la admiración de mis conocidos “¡Qué valiente!”, diría alguno.

La valentía se acabó ante el primer ataque estratégico de una aguja –de 15 centímetros de largo– en mi cuerpo indefenso. No puedo asegurar si me perforó el hígado, el páncreas o el intestino pero, a juzgar por el sufrimiento, debe haberme agujerado el alma. Por supuesto, no escatimé en gritos, pero el médico, tranquilo, familiarizado en el tormento a seres humanos, aclaró: “tengo que llegar al nervio”. Entonces entendí la fórmula de la acupuntura: el dolor se acobarda ante un dolor mayor. ¿Quién va a pensar en la ciática cuando a uno le están desgarrando las entrañas?

Cuando me dejó sola, con un timbre en la mano por si moría –era importante avisar a tiempo– puse en práctica todas mis habilidades de sobrevivencia y terminé escudriñando las láminas que colgaban de las paredes: en 20 minutos memoricé todos los puntos de la acupuntura, desde el B6 hasta el V60. Sin embargo, cuando vino el médico con su sonrisa serena y me dijo que en dos semanas disminuiría el dolor, le tomé la palabra. La teoría de la “crisis curativa” –un proceso de sanación que restaura el equilibrio del cuerpo, pero intensifica los síntomas– me retuvo por otra semana. Al final, incapaz de resistir un calambre más, con otro fracaso sobre mis hombros, abandoné el spa… y la esperanza.