Comida, Dietas

Comer para vivir

Comida, números y culpa
Hoy podemos calcular cuántas calorías se consumen cuando caminamos,
bailamos o tenemos relaciones sexuales, además de determinar cómo sube o baja
nuestro pulso, cuántos kilómetros recorremos, qué porcentaje de grasa esconde
nuestro cuerpo, cuántos kilos son ilegítimos… el estado de nuestro cuerpo podría
presentarse en el mismo formato que los estados de cuenta bancarios: puros
números.
Lo mismo ocurre cuando vamos al súper: cada producto trae un recuadro con
“información nutricional” que se limita a poner unas cuantas cifras junto a las
palabras grasa, calorías, carbohidratos… ¿Quién les pidió esa información? ¿Por
qué no puedo comerme un chocolate sin que me pongan enfrente los peligros que
me acechan si me atrevo a abrir la boca? ¿Por qué no me hablan de lo satisfecha
que me voy a sentir después de haberlo saboreado? ¿Por qué ese complot para
hacernos sentir culpables por disfrutar la comida? Antes a la gente se le antojaban
huevos con chorizo y, simplemente, se los comía. Hoy las ganas se marchitan
cuando empezamos a calcular el efecto de la grasa animal, más la vegetal, más
las proteínas del huevo sobre nuestro cuerpo indefenso. Por no hablar de la
acusación por zamparnos a una pobre vaca: preferible tomarse un refresco de
dieta -aunque los sustitutos de azúcar tienen lo suyo- o unas zanahorias -no
fumigadas- con limón y sal.
Un logro incontestable de nuestra sociedad ha sido el asociar la comida con la
culpa. Nuestro cuerpo es un capital (seguimos con las imágenes numéricas) que
tenemos que cuidar y, si es posible, incrementar. ¿Qué importa si en esa
operación se pierde el placer? Actualmente son legítimos el placer de viajar, de
consumir y de tener relaciones sexuales, pero comer es su polo opuesto: se ha
convertido en un pecado. Vemos pasar deliciosos platillos como una tentación
diabólica ante la cual debemos resistir a menos que queramos arder en el infierno
del colesterol, la diabetes y la gordura. Todo lo que podría despertar nuestro
deseo, desde el jamón serrano, el pozole, la paella o los tacos de carnitas, el
fetuccini Alfredo y las enchiladas. hasta el vino, el whisky o la cerveza, pasando
por las crepas de cajeta, el helado de coco y el mousse de chocolate, han sido
prohibidos. En su lugar podemos comer ensaladas de kale sin aderezo, agua de
limón con chía, verduras con soya, jugo de nopal y café descafeinado sin crema.
De postre, una manzana o una galleta de té verde. ¿No les parece excitante?
El lema de moda es “somos lo que comemos”. Cierto, pero también lo que
hacemos, lo que creemos y lo que deseamos. Somos también la suma de
nuestros goces y la resta de nuestras privaciones. Quizá la mayor pérdida en esta
nueva actitud ante la comida es haber perdido la inocencia que nos permitía
disfrutar de lo que comíamos y haberla reemplazado por una conducta
persecutoria. Nos hemos convertido en centinelas de nosotros mismos y, ante la
debilidad, recurrimos a los números, jueces imparciales: nos “cuidamos”
permanentemente para responder a los cánones actuales, nos cuidamos de
nuestros deseos. Lo malo es que así la vida ya no sabe igual.

Esther Charabati

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