Libertad, Obediencia

¿Por qué obedecer?

OBEDIENCIA: TRES CLAVES | REVISTA ADVENTISTA

OBEDECER, ¿A QUÉ? ¿A QUIÉN?

Después de tantos siglos de reinado, la obediencia cayó, como sucede con todos los tiranos. Los niños terribles del siglo XX —anarquistas, sesentayocheros, guerrilleros, terroristas— desquiciaron la moral y la política, y declararon caduco el verbo obedecer, sinónimo de sumisión. Era una forma de negar el poder. Si todos somos iguales, ¿por qué unos cuántos dictan las órdenes?

Para Tomás de Aquino, la obediencia es una consecuencia obvia de la subordinación establecida en el mundo por la ley natural y positiva. Uno obedece para estar de acuerdo con la voluntad de quien dio la orden y cumplir un mandato es rendir una especie de homenaje a la autoridad —sea la Iglesia, los padres, el maestro o el jefe—. Pero no siempre es así: a menudo obedecemos por miedo o por debilidad, porque sabemos que quien detenta el poder decide y que nuestra opinión no cuenta. O aceptamos que ellos son “los que saben” y “tendrán sus razones”. De alguna manera, sabemos que la obediencia es necesaria para el funcionamiento de una sociedad y que se requiere de una división de tareas en las que a algunos les toca dar las órdenes. No lo cuestionamos pues muchos de nosotros rechazaríamos el mando si nos lo ofrecieran, porque supone responsabilidades difíciles de asumir. Algunos abdican incluso de la autoridad más elemental como la que brinda la paternidad, y no necesariamente porque quieran que sus hijos sean libres, sino porque ellos mismos temen perder su libertad, enfrentar dudas y asumir consecuencias.

Si mandar no es fácil tampoco lo es obedecer, porque nos sentimos y nos sabemos libres y nos desagrada recibir instrucciones. Cada vez que cumplimos con una orden o una ley contrariamos nuestros deseos o instintos; es una especie de agresión a nuestro libre arbitrio. No platicar en clase, no dejar platos sucios en la mesa, no pasarse un alto, no robar, son actos que violentan nuestra voluntad. Sólo convencidos de que participamos en un todo y de que respetar las leyes es benéfico para la sociedad, podemos controlar nuestro egoísmo y obedecer; llegamos a acatar órdenes que nos parecen absurdas por no atentar contra una estructura que nos parece valiosa y deseamos conservar.

Desde esta perspectiva entendemos la obediencia, ese pequeño sacrificio individual a cambio del orden social. Sin embargo, esta actitud aparentemente noble ha demostrado en múltiples ocasiones su complicidad con regímenes a todas luces ilegítimos e inhumanos. Obedecer es avalar y cooperar, lo que nos hace responsables de los resultados, aunque no los hayamos deseado ni previsto. Obedecer por miedo, por indiferencia o porque estamos acostumbrados a cumplir órdenes, nos convierte en esclavos y estimula el abuso de poder. El mínimo que deberíamos exigirnos es saber a quién y a qué obedecemos, es decir, una obediencia lúcida. No obedecer nunca y obedecer siempre son dos actitudes igualmente irresponsables.

Esther Charabati

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