Angustia, Miedo

Palidez y escalofríos

¿Qué es la angustia? ¿Cómo se manifiesta? ¿Es inseparable de la existencia? ¿Cuál es la diferencia entre angustia y miedo? ¿Es efecto de cambios externos o internos? ¿Es posible superarla?

Emil Noble, Máscaras, 1911

Palidez y escalofríos

Vivimos una época marcada por el miedo: a los robos y a los secuestros, a las decisiones del gobierno, al engaño en las transacciones, a que el banco se quede con nuestra casa… miedos justificados por la frecuencia con que se repiten estas conductas en nuestra sociedad. Pero si el miedo tiene un objeto determinado, que podemos nombrar e incluso tomar medidas para prevenir la situación que nos asusta, la angustia —otro sentimiento humano— carece de él. A unos nos atormenta de vez en cuando. A otros, a lo largo de la vida.

Angustia es una palabra relativamente nueva, definida científicamente hasta 1920, por Freud. Sin embargo, existe desde el principio de los tiempos, si confiamos en Kierkegaard, el primer filósofo en analizarla. Desde su perspectiva, la angustia nace con el pecado original: Cuando Dios advierte a Adán que no debe comer el fruto prohibido, y si lo hiciere moriría, Adán no sabe lo que significa morir, pero probablemente siente el horror que implica, y éste se convierte en angustia.

Que siempre ha existido la angustia lo muestra la literatura que, aunque no la nombra, describe sus síntomas: en La Ilíada se mencionan la taquicardia de Héctor, la palidez de Paris, los escalofríos de Andrómaca. La respuesta que se espera del héroe es que supere esta prueba —un auténtico mensaje divino— con su coraje. Aristóteles pretende que la tragedia, al poner en escena tales emociones, permite al espectador purgarlas. La idea, durante siglos, es que la angustia puede ser superada a través de la razón. San Agustín propondrá un tratamiento distinto: si estoy angustiado es porque mi saber es limitado, por lo que debo remitirme a la Revelación. En ese sentido, alejarse de Dios aumenta la angustia, acercarse la disipa.

Lo cierto es que la angustia, ese desfiladero angosto por el que hay que pasar y que provoca sufrimiento, no tiene objeto. La angustia nace cuando vivimos una situación sobre la que no tenemos ningún control y nos genera desesperanza, pues no podemos hacer nada para conjurarla. Es una especie de frustración ante la pérdida de algo que imaginábamos que nos correspondía: el amor, la estabilidad, un padre o un hijo, el lugar en la familia o en la sociedad… Y aunque esta pérdida sea una experiencia subjetiva —el padre que se vuelve a casar, el hijo que se va de la casa— nos deja atónitos y paralizados. Empezamos a caminar en círculo intentando recuperar el control de la situación o, al menos, de nosotros mismos. ¿Qué es lo que tememos? No podríamos decirlo, pero nos quita el sueño, la energía e incluso la salud.

Para Freud, toda angustia prolonga la angustia original, la del nacimiento, que ya significa separación (o pérdida) de la madre. A ésta le sucede la angustia que le produce al niño su propio amor a la progenitora, ya que lo asocia con el miedo a la castración, mientras que la niña lo asocia con la pérdida del amor maternal. En ambos casos hablamos de una falta de control sobre el exterior que nos remite a nuestra pequeñez y vulnerabilidad. La angustia es, pues, inherente al ser humano. La respuesta ante ella, es individual.

                                                                                                          Esther Charabati

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