Vasarely, Kaglo II
Hablamos del consumo y lo practicamos; descalificamos a quienes derrochan y los envidiamos; cada vez que se presenta la tentación, convertimos el deseo en necesidad. La educación escolar ha fallado en casi todo, pero ha logrado moldear los consumidores que la sociedad actual requiere: eternos insatisfechos, felices de ser libres… de elegir qué comprar. Y cuando adquirimos un objeto sentimos que pertenecemos: no importa si son toallas, calcetines o diamantes: abren el camino hacia la pertenencia.
El consumo, ¿libera? ¿esclaviza? ¿Para qué compramos? ¿Para ser más felices? ¿Y si no compráramos? ¿Qué pasa con los que quedan fuera?

«Quiero todo y lo quiero ahorita»
Una de las características de nuestra posmodernidad es el rechazo de la madurez: todos queremos ser niños y nos comportamos como tales huyendo de las responsabilidades que corresponden a los adultos, desde guiar a los hijos hasta aprovechar las experiencias para actuar con sensatez, buscando la sabiduría. Sostenemos que los niños tienen que encontrar su propio camino ―con lo que abdicamos de nuestro papel de educadores, y que los obstáculos que hemos superado a lo largo de la vida son más un lastre que un beneficio. La culpa de esta tergiversación no es individual, sino colectiva: quisimos crear una sociedad y un mundo que nos protegiera de nuestros temores —entre ellos, el miedo a la vejez— para poder sentirnos como niños inocentes y con derecho a todo. Y tuvimos un gran éxito en la empresa.
Hemos creado una sociedad basada en el consumo y en el exceso donde, como clientes, hemos recuperado el papel del hijo mimado. “Al cliente lo que pida” “El cliente siempre tiene la razón” “Cliente consentido” son expresiones que muestran claramente cómo la sociedad de consumo está dispuesta a tratarnos como menores de edad, cediendo a nuestros caprichos. Y nuestra reacción es la que se espera de un infante: “Quiero todo y lo quiero ahorita”. Así, sacamos la tarjeta de crédito que nos permite la entrada al mundo de la fantasía borrando todo rastro de obligación: el futuro es nuestro socio. Firmar la tarjeta es una especie de promesa infantil: tú dame hoy lo que deseo, y yo mañana te recompensaré. Lo importante es el placer, la satisfacción inmediata del deseo.
Pasear por los centros comerciales se ha vuelto el equivalente a ir a la feria: colores, música, payasos, entretenimientos diversos, probaditas y, por supuesto, premios: en nuestra excursión dominical en la que probablemente acabamos comprando objetos que no necesitamos, tenemos múltiples recompensas aparentes o reales. Nos regalan boletos para participar en rifas; en la compra de un artículo nos regalan otro; nos obsequian pases para un espectáculo o por lo menos nos hacen sentir tan importantes como un niño en una fiesta de adultos, codeándose con los que “sí pueden”, “sí tienen”.
Y nuestra alegría infantil no se agota en el paseo por las tiendas, esa terapia ocupacional (o regresiva, según el punto de vista). En todas partes recibimos premios —léase descuentos— por “pronto pago” o nos ponen en la lista de honor como “clientes distinguidos” por haber cubierto nuestras deudas a tiempo. Como si no fuera nuestra obligación, como si fuéramos los primeros de la clase o los más obedientes. Pero en nuestro afán de seguir siendo niños entramos en el juego y llega a emocionarnos la idea de ser seleccionados para recibir un desayuno gratis en el que, por cierto, intentarán vendernos un tiempo compartido. Es cierto que aún podemos gozar como niños con estos pequeños artificios, lo cual puede parecer un signo de juventud, pero la inocencia es una de las pocas cosas que no hemos obtenido gratis. Muchos ni siquiera sabemos la cantidad que se anotará en ese cheque en blanco que hemos extendido a favor de la ingenuidad